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Formación de buceo

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Aún antes de mi bautizo de buceo en Lanzarote, cuando aún tenía mi mata de pelo.

Mucho antes, recuerdo la satisfacción que me proporcionaba levantarme de la toalla en la arena, coger mi máscara y el tubo, y aventurarme a descubrir los fondos de las playas que visitaba, dejando atrás a quienes preferían tomar el sol. Discernir con claridad lo que habitaba entre las rocas, observar al pulpo rondar al cangrejo, o la curiosa forma de las orejas de mar. 

Pronto completé el equipamiento con unas aletas, de las que uno ha desdeñado hasta entonces en cualquier bazar playero, coloridas y expectantes entre balones hinchables y frágiles colchonetas destinadas a durar una sola temporada veraniega.

Aunque desde la superficie, compartí mi pasión por visitar esos fondos con mi hijo en cuanto éste tuvo edad. Pequeñas apneas salpicando cada paseo, inadvertidamente más y más duraderas. Y fue suficiente para mí durante años.

Hasta que hice mi bautizo de buceo en Lanzarote.

Una vez puesta en marcha la pasión por el buceo autónomo, ya todo fue una espiral creciente: buceador, divemaster, instructor, técnico, cuevas, sidemount, rebreather… y finalmente dedicado a este estilo de vida en cuerpo y alma. 

La semana pasada disfruté de mi día de libranza, tan valorada cuando ya ha comenzado la temporada alta. Sopesé las posibles actividades que me relajaran en la medida de lo posible. Y súbitamente me detuve, busqué con la mirada mi vieja caja de equipamiento y desenterré mis aletas, máscara y tubo de snorkel. 

Y cerré el círculo pasando hora y media maravillosa en Calafría, ese sitio al que solemos ir a iniciar en el buceo a nuestros alumnos. Contemplando a los pulpos, redescubriendo las extrañas dos caras de la oreja de mar. 

Feliz.

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