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Por Fran García, UTD Instructor #91
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-“No suelo salir de mi traje seco más que tras retornar a tierra al finalizar una inmersión.”
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No, eso es una presunción por mi parte.
En realidad, me gusta bucear con traje seco en prácticamente todas mis inmersiones. Por las características de las mismas, por protección térmica o simplemente porque me estoy volviendo un instructor acomodado y amante del confort.
El caso es que raramente siento el agua del mar más allá de mis manos o mi rostro.
Hasta este fin de semana.
Los avatares de un curso impartido me llevaron a dejar el bibotella y el traje seco, para calzarme un neopreno de escuela y un monobotella -eso sí, en configuración totalmente compatible con la que suelo emplear, bien con bibotella o con rebreather.
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El momento de vestirme y equiparme para la inmersión, rápido, breve, ya anticipó lo que estaba por venir.
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La ligereza de un monobotella de doce litros, lo liviano de las aletas neutras, el reducido volumen del conjunto…
Y lo mejor estaba por llegar.
Una vez en el agua, las sensaciones. Algo de lo que te priva la estanqueidad de un traje seco.
La playa de La Azohía, con sus aguas cristalinas a 24 grados a principios de junio, esperaba para convertirse en el terreno de juego del curso a impartir.
Un rápido ajuste de flotabilidad, un retorno inmediato a la posición de trim indicada para el entorno, y a navegar.
Un regulador. Dos etapas. Mínimo lastre. Y el placer de regresar a las mismas sensaciones de mis primeros días como buceador.
Porque, como una vez me dijo un instructor, no dejamos de ser Open Water Divers jamás.
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